Ya han pasado. Ya hay resultados. Ya hay valoraciones. Como siempre, todos han ganado. No voy a entrar en esas cuestiones. Pensaba -ya desde la convocatoria de las elecciones- el escribir unas líneas sobre el nacionalismo catalán, a raíz de la lectura de El laberinto español, de Gerald Brenan, hispanista e historiador británico. Voy a utilizar en las citas la edición de 1988 de Círculo de Lectores (la edición original se publicó en Inglaterra en 1943). Actualmente está editado por Planeta.
Me ha animado más aún la aparición de las memorias de Aznar, en las que se remonta a 1934 para explicar la cuestión catalana. Como siempre, el expresidente demuestra o ignorancia o sectarismo. Aunque tal vez sean ambas cosas a la vez. Cualquiera que revise la historia de España se dará cuenta de que el "problema catalán" viene de muy antiguo, con Olivares y los Austrias en el siglo XVII (pág. 67-68, del capítulo El régimen parlamentario y la cuestión catalana).
Al analizar la pérdida de Cuba, Brenan da las claves para entender el mantra del "expolio fiscal de Madrid" y el nacimiento del nacionalismo catalán. Aquí está la cita completa:
La
pérdida de Cuba, en la que los industriales catalanes tenían
cuantiosos intereses, provocó un sentimiento de irritación contra
Madrid, a cuya intransigencia se atribuía tal pérdida. Lo cual no
era completamente justo, pues la oposición de los propietarios de
fábricas catalanes a la autonomía de Cuba había sido uno de los
factores que contribuyeron al desastre; pero sus quejas sobre el modo
incompetente con que los asuntos del país eran conducidos desde
Madrid, los escándalos de la administración, las enormes sumas de
dinero empleadas en un ejército siempre derrotado así como la
indiferencia de los gobiernos en cuanto al comercio y la industria,
eran mejor fundadas. Se trataba, en resumen, de la antigua oposición
de Cataluña contra Castilla, basada en concepciones fundamentalmente
distintas sobre la manera de gobernar, reforzada por agravios
recientes. «En Cataluña, nosotros tenemos que sudar y trabajar para
que vivan diez mil zánganos en las oficinas del gobierno de Madrid»,
podían decir los catalanes. Y añadir enseguida que, aunque su
población es solamente un octavo de la de toda España, ellos
pagaban la cuarta parte de los impuestos del Estado, y sólo un
décimo del presupuesto total volvía a sus provincias. Son, más o
menos, las mismas quejas que sus antepasados habían expresado en
1640. Punto de vista natural en una comunidad negociante e
industriosa que se encuentra sometida a una oligarquía, la cual,
aunque en muchos aspectos más culta que ella, no manifiesta un
interés urgente y vivo por hacer dinero y se esfuerza únicamente en
continuar su perezosa y agradable existencia. Cuando estos
sentimientos se les subieron a la cabeza a los fabricantes catalanes,
mezclados con el clericalismo de las «clases acomodadas» de las
ciudades y con la tradición carlista de las zonas rurales, fue
cuando el nacionalismo catalán se convirtió por primera vez en una
fuerza poderosa y desintegradora de la política española. Se formó
un partido, la Lliga Regionalista, que reunía a los diversos
elementos de derechas, y que tuvo la buena suerte de encontrar un
jefe activo e inteligente en Francisco Cambó, presidente del Fomento
(más tarde presidente también de la CHADE, la principal compañía
eléctrica de España, y director de varios establecimientos
bancarios) En 1901, este partido, conocido simplemente por la Lliga,
obtuvo un triunfo resonante e inesperado en las urnas, y con ello la
lucha por la autonomía catalana comenzó en serio.