Hace un mes que mi hermano, con toda su familia, ha emigrado a Australia; y precisamente ahora he encontrado un texto muy oportuno en la última novela de Amin Maalouf , Los desorientados. Quiero compartirlo con vosotr@s porque invita a la reflexión y al debate.
[…] Todo hombre tiene
derecho a irse; es su país quien tiene que convencerlo para que se
quede, digan lo que digan los políticos grandilocuentes. «No te
preguntes qué puede hacer por ti tu país, sino lo que puedes hacer
tú por tu país.» ¡Es muy fácil decirlo cuando eres millonario y
acaban de elegirte, a los cuarenta y tres años, presidente de los
Estados Unidos de América! Pero cuando en tu país no puedes ni
trabajar, ni recibir cuidados médicos, ni tener donde vivir, ni
estudiar, ni votar libremente, ni decir lo que opinas, ni tan
siquiera ir por la calle como te apetezca, ¿de qué vale la
sentencia de John F. Kennedy? ¡De muy poca cosa!
Para empezar, es tu país
el que tiene que cumplir contigo una serie de compromisos. Que te
consideren un ciudadano con todas las de la ley y que no padezcas ni
opresión, ni discriminación ni privaciones indebidas. Tu país y
sus dirigentes están en la obligación de garantizarte esas cosas;
en caso contrario, no les debes nada. Ni apego a la tierra ni saludo
a la bandera. Al país donde puedes vivir con la cabeza alta se lo
das todo, se lo sacrificas todo, incluso la propia vida; al país en
que tienes que vivir con la cabeza gacha no le das nada. Da igual que
se trate de tu país de acogida o de tu país de nacimiento. La
magnanimidad llama a la magnanimidad, la indiferencia llama a la
indiferencia y el desprecio llama al desprecio. Tal es la carta de
los seres libres y, en lo que a mí se refiere, no admito ninguna
otra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario